Naturaleza de la frustración


No tengo ningún estudio formal sobre la neturaleza humana, pero me gusta observar lo que sucede a mi alrededor.  Hay dos sujetos de prueba que me han interesdo particularmente en los últimos meses, si no años, casos que tal vez un psicólogo o un psiquiatra podrían verlos como típicos o no particularmente anormales pero que para mí son importantes.

[me]Criar a un hijo es una tarea complicada.  Siempre hay un momento en el que riñen lo que el niño quiere hacer con lo que el niño tiene que hacer: un ‘tiene que hacer’ que es dictado por los grandes, por los adultos, por uno.  El niño no quiere someterse a esa voluntad adulta por lo que uno, como adulto, debe obligarlo.  Debe cambiarle lo que el niño quiere hacer por lo que tiene que hacer: comer, estudiar, cuidar su salud, etc.  Todo lo que ello implica son refuerzos positivos a largo plazo y no las satisfacciones inmediatas de jugar con sus juguetes, ver monos en la televisión o jugar un videojuego.

¿Cómo convencerlo que esas satisfacciones a largo plazo son más importantes que las satisfacciones a corto plazo?  No es que la paciencia del niño le de para experimentar la verdadera importancia del refuerzo a largo plazo, p. ej. una buena salud o una buena educación; menos aún cuanto tales refuerzos no se perciben como tales, porque, en el mundo ideal, no habría con qué compararlos en carne propia; porque los buenos hábitos de higiene no garantizan estar libre de enfermedades, sólo aumentan la probabilidad de que así sea.  En cambio la satisfacción inmediata es eso.  Es esa descarga de endorfinas que produce la actividad placentera.  El refuerzo es inmediato y fácil de percibir.

A una mente de 6 años hablarle de lo importante, cuando lo único que experimenta es lo inmediato, parece una pérdida de tiempo.  Entonces toca reforzar lo importante con premios y castigos inmediatos.  Negociaciones y amenazas.  No parece sano.  No parece sano que el único motivo del niño para cuidar su salud sea el dulce o el muñeco que recibirá como premio por tomarse su medicamento, o evitar la palmada o que le apaguen el televisor si no pasa a la mesa.

En un adulto de 38 años la situación es distinta.

Ya tiene una mente que es capaz de extrapolar la gratificación distante aun cuando no tenga la experiencia.  El adulto ya entiende el concepto de lo importante sobre lo inmediato.

Pero también tiene experiencia.  Una experiencia que podría decirle en muchos casos que lo distante, por importante que sea, es incierto.  La gratificación distante no depende sólo de lo que hoy haga para lograrla, sino de otra serie de acciones propias y de terceros, muchas de las cuales que se escapan del control de uno.

La gratificación inmediata sigue siendo inmediata.

En este choque entre la razón y el impulso, el niño de 6 años tiene una guía clara en los adultos que comprenden la razón y orientan al niño, por medio de negociaciones de premios y castigos, en la dirección correcta.  El adulto de 38 años ya cuenta con un mejor raciocionio y con una mayor experiencia.  Y esta experiencia puede ser positiva o negativa.

En mi caso particular, esta experiencia ha sido negativa.  Tal vez porque nunca desarrollé el hábito de la constancia, o porque la suerte no me acompañó, mi vida está llena de frustraciones.  Cosas que quice y que creí importantes nunca se dieron.  Esto me pone en una situación donde siento que no vale la pena luchar, donde a pesar de ser capaz de ver lo importante que tengo por delante, en la práctica he abandonado mis deseos de luchar.

No es que no sepa qué es lo importante.  Tengo la capacidad mental para verlo, para entenderlo.  Para saber que tengo que luchar.  Para hacer planes.  No tengo es la energía interior para ejecutarlos.  El sentimiento de impotencia supera la racionalidad y esto me lleva a preferir esas gratificaciones inmediatas de una mente ávida de absorver y recrear información.

Entonces están los demás.

Como mi comportamiento se parece más al de un niño de 6 años, en que vivo más pendiente de las gratificaciones inmediatas que en lo importante; no veo raro que en muchos casos los demás me traten como a un niño de 6 años.  Entonces interactuar conmigo se convierte en una negociación de premios y castigos.

Pero el problema ya es estuctural y, desafortunadamente, pienso más allá de los premios y castigos.  Los premios no me motivan positivamente y más si siento que son un intento de que yo haga lo que sé que no puedo hacer —o más que lo que sé no puedo hacer, lo que ya abandoné querer hacer—.  El castigo termino viéndolo como una consecuencia que estoicamente soportaré.

Y es aquí donde surge el sermón.  En su frustración los demás que aún se preocupan por mí terminan descargando su impotencia en palabras que intenten hacerme reaccionar.  El problema es que cuando sé que tienen razón en sus palabras eso no hace más que reforzar mi sentimiento de fracaso en la vida que es la primera razón por la cual ya renuncié a luchar.  Entonces soporto estoicamente este castigo que es el sermón, sintiéndome cada vez más frustrado y menos motivado a seguir luchando.

Pero, cuando percibo que mi interlocutor, que mi sermonero de turno se equivoca, o que pasa de la frustración a la intención de herir con sus palabras, fácilmente ese odio paralizante que siento hacia mí se transforma inmediatamente en rabia hacia esta persona.  Ya nisiquiera escucho.  Ya no me importa el mensaje que me quería transmitir.  Simplemente quiero que se calle y descargar mi rabia en una huída antes de descargarla sobre los demás.

Por eso sigo convencido de que el sermón no sirve.  No logra despertar conciencia sino, por el contrario, a sepultar la conciencia bajo el odio y la frustración.  Es contraproducente.

Pero no es solo contraproducente el sermón con adultos de 38 años.  Lo es también con niños de 6.  Mi hijo tiene problemas de comportamiento.  Algunos son probablemente derivados de cómo él ve a su padre frustrado e inactivo y víctima de ataques de los demás miembros de su familia.  Otros son, sin duda, producto de que yo, en mis crisis existenciales, lo descuido, tal vez porque entre las luchas que he abandonado se encuentra él.  Pero, en gran parte, creo que muchos de sus problemas se deben también a los refuerzos que nosotros, los adultos, le inculcamos.

Siento que mi hijo reacciona a la negociación de premios y castigos y al sermón de la misma forma que yo lo hago, guardadas las proporciones por la diferencia de edades y de experiencia.  Y aquí siento que yo contribuyo en hacer con él lo que sé que no funcionó ni funciona conmigo.

Me asusta que estoy contibuyendo a formar a otro fracasado como yo, y no por lo que pasivamente hago (dejarme llevar) sino por lo que activamente intento hacer (corregirlo).


Una respuesta a “Naturaleza de la frustración”

  1. muy bueno el análisis. Pero creo que siempre hay algo que uno puede hacer para corregir ese problema…. y que difícil es encontrar eso 🙁

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