Es a veces frustrante para uno, como ciudadano de bien, saber que el estado ofrece tantas garantías a los delincuentes: dizque derecho a la defensa, dizque derecho a la casa por cárcel, dizque el derecho a que la prensa no los trate como culpables hasta no ser vencidos en juicio y una serie de derechos más que parecen más destinados a poner a los delincuentes en la calle que a protegernos.
Entonces nos indignamos. Sucede un crimen atroz y exigimos que el autor de tal abominación se pudra en la cárcel. Exigimos al estado que se encargue de todo aquello que nos produce inquietud o miedo, sea un abusador de niños o una montaña que se nos viene encima. Miedo que es usado muchas veces por nuestros propios gobernantes para mantener y aumentar su poder. Miedo que también tumba gobiernos cuando creemos que no es capaz de copar nuestras temerosas expectativas o simplemente nos deja desamparados.
Nuestra posición frente al estado es ambivalente. Queremos un estado que nos proteja, pero rechazamos un estado que nos imponga tributos o nos imponga reglas. Desde luego que nuestros propios principios y nuestros propios temores nos hacen sacrificar uno de los lados de esta ambivalencia. Podemos sacrificar nuestra libertad por un poco de más seguridad, o sacrificar nuestra comodidad amparada por el estado por el derecho a que el estado no se entrometa en nuestras vidas.
Pero cuando delegamos en el estado la responsabilidad por nuestra seguridad; ¿sí estamos entregando nuestra confianza a una institución en la que realmente confiamos?
Nos indignamos por los senadores que abusan de su posición. Nos sentimos legitimados en eludir impuestos porque los políticos y los funcionarios son corruptos y se robarán la plata que como contribuyentes pagamos. Hacemos cruzadas en medios de comunicación sociales porque unos policías incineran perros y recordamos todos los abusos de la policía. Nos quejamos de la burocracia inútil. Ese estado formado por políticos, funcionarios y fuerza pública nos causa desconfianza. Un estado que estorba. Que no nos deja trabajar y emprender. Que nos roba. Que abusa de nosotros.
Un estado en el que no confiamos, pero al que aún así le exigimos que nos ayude. Que nos reconstruya la casa tras un desastre ecológico. Que encierre a los delincuentes. Que acabe con los terroristas. Que nos dé educación gratis. Que castigue duramente a los que maltratan animalitos. Que nos subsidie el desempleo.
Un día criticamos a la policía por sus reiterados abusos contra animales y contra personas desposeídas. Al día siguiente exigimos más policías que nos protejan de los predadores sexuales y de los vagabundos que atentan contra el disfrute de nuestros parques.
Sí. Tal vez no sea una contradicción. Queremos policías que se dediquen a atrapar a verdaderos delincuentes y no a maltratar a pobres perritos.
Nos quejamos de todas las garantías que el estado de derecho le otorga a los delincuentes pero esto es porque olvidamos que esas garantías no están allá para proteger a los malvados delincuentes de la justicia punitiva, sino que estas garantías están allá para proteger a todos los ciudadanos de los abusos del estado. Sí. Para protegernos de esos representantes que se creen con derecho de pasar por encima de nosotros. Para protegernos de esos oficiales de policía que no tienen recelos en tratar a las patadas a unos pobres indigentes e incinerar a sus perros. Para protegernos de los abusos de los funcionarios estatales.
¿Hasta qué punto queremos que el estado se entrometa en nuestras vidas con el fin de protegernos? ¿Qué tipo de estado es el que queremos que se entrometa? ¿Ese estado lleno de políticos interesados, funcionarios corruptos y fuerza pública abusadora? ¿O un estado dirigido por las personas más capaces y moralmente correctas? ¿Creemos realmente que esto últimos es posible?
Y no. No quiero ver a Javier Velasco (de comprobarse autor de todo lo que lo acusan) libre sólo porque pobrecito, está enfermo y no sabe lo que hace. No quiero ver al confeso asesino serial Luis Alfredo Garavito libre sólo porque haber confesado, haberse portado bien en la cárcel y decir que encontró a Dios en prisión sea algo que se mete en una calculadora de rebaja de penas. Esas son personas que desde mi lega opinión no representan garantías a la sociedad.
¿Entonces?
Tampoco quiero un estado que por su afán de encontrar delincuentes se meta en mi conexión de Internet, en mi correspondencia, en mis relaciones sociales.
No quiero un estado formado por individuos poco confiables, que roban el erario y abusan de su poder y, para rematar, entregarles a ellos la función de vigilarme a mí y a los míos.
No quiero a un estado que, respondiendo exclusivamente a la indignación social, entregue más uniformes de policía a personas poco capacitadas y legisle aumentando penas y llenando las cárceles a límites tales que es imposible pensar que estas tengan un papel resocializador.
Quiero, como ciudadano, garantías frente al estado, así esas garantías también apliquen a mis indeseables conciudadanos.